La petita Gaia


La pequeña Gaia Irene

Hace cuatro años nació mi primorosa Gaia y este es el primer año que escribo, pues siento que he trascendido la angustia que me perseguía al pensar en las condiciones en que se dio su nacimiento y sus primeras semanas de vida. En ello, tuvo mucho que ver mi amiga Vivi, quien me recomendó hacer un ritual para transformar aquel sentimiento en alegría y agradecimiento. Por eso escribo, para compartir ese breve pero intenso capítulo de nuestra vida desde una mirada de alivio, de trascendencia.









La vigilia


Durante los meses de embarazo estuve indecisa sobre el nombre que le pondría a esa pequeña cuca que se movía en mi interior. Sabía que era más pequeña de lo que aparentaba mi abultada barriga, pues compartió mi útero con un mioma que aún permanece en mí.


Un aborto previo me hizo vivir su gestación con angustia, sólo deseaba contenerla en mí hasta los nueve meses. No obstante, ante una situación laboral agobiante, con enormes cargas de trabajo y responsabilidades, un viernes de septiembre comencé a tener contracciones cuando apenas entraba a los cinco meses de embarazo. El domingo previo al Grito de 2015 debía ir a contestar llamadas al IMER, pero mi médico me recomendó guardar reposo absoluto y me indicó medicamento para evitar contracciones. Así procuré estar por cuatro semanas, pero la baja médica debía renovarse en el ISSSTE y la doctora no quiso aceptar el diagnóstico de mi médico, así que me obligaban a trasladarme para hacer revisión en un hospital.


La natividad

El 20 de octubre era el último día que me cubría la baja médica. Permanecer en casa implicaba el "desamparo" institucional, así que decidimos presentamos en el Instituto Nacional de Perinatología con la esperanza de continuar ahí mi reposo. El primer médico que me revisó me mandó a piso para permanecer internada y alargar lo más posible el embarazo, pero a las 14hrs. cambió el turno y llegó una doctora joven, imperiosa y ruda tanto en su trato personal, como en el técnico. Durante el "tacto" me lastimó bastante y determinó que yo estaba en proceso activo de parto... le dije que no tenía contracciones, y sin dar explicaciones, y recurriendo al discurso del miedo, me mandó al quirófano. Tirada sobre la plancha, con la panocha al aire mientras diez jóvenes médicos que observaban, me sentí como una res o un conejillo de indias. El trato rudo e impersonal dejó secuelas, hasta hoy siento molestias en mi pelvis y en mi ingle por la cesárea, y en columna y pierna por la epidural.

Mi pequeña nació pesando 1.5kg y 41cm, estaba muy pequeña y peluda, pero no la pude volver a ver sino hasta un día y medio después. Todo ese tiempo se me hizo eterno, la soledad y la indiferencia de ese sistema hospitalario me hicieron saber que yo, como madre, quedaba en tercer término. Tras la anestesia, me dieron Quetorolaco pero no me hacía nada, en la tarde hasta me mié del dolor al internar levantarme de la cama. En el fondo, me sentía muy enfadada conmigo misma, por ceder mi poder. Además, lo único que se demandaba de mí era llenar vasos con mi leche, pero no tenía y cuando comencé a tener, no bajaba. Pasaban las enfermeras a apretarme las chichis hinchadas de leche pero ni una gota salía, les pedí un sacaleche eléctrico, pero este llegó hasta el tercer día, poco antes de salir del hospital.

El calvario hospitalario

Al segundo día logré que una enfermera me acompañara al primer piso donde se encontraban las incubadoras, para probar de darle el pecho directamente. Su cunita estaba al final del pasillo, junto al ventanal. Oí su chillido fuerte que me revolvió el corazón. Cuando la vi, con su cabecita huevuda, supe que era ella, así la había estado recordando. La puse sobre mi pecho, parecía una ranita encogida. Sentí angustia de palpar su cráneo aún moldeable, su manita parecía más pequeña que el catéter.

Para ser tan pequeña parecía muy vivaracha, enseguida se agarró a mi pecho, entonces mi útero se alegró y comencé a sangrar. Como estaba sin calzones, debía mantener la enorme toalla sanitaria con las propias manos... aquello fue un batuque, me regañaron, pero no me importó pues había conectado por primera vez con ella. Desde ahí, no dejé de cantarle, hablarle de su hermanito Canek. Para mi sorpresa, "Canek" fue la primera palabra a la que ella reaccionaba: abría los ojos al escucharla.

El siguiente día de la cesárea resultó un fiasco, mientras Gerard me acompañaba durante la hora de visita, Canek se cayó de un banco, golpeándose la cabeza y por la noche tuvieron que hospitalizarlo porque se le había inflamado el cerebro. Esa noche fue terrible.

Chichia
Durante los pocos días que permanecí internada intenté sacarme la leche en centro de lactancia pero este era un lugar muy frío en todos los sentidos. Le pedían a una estar con el torso desnudo en un ambiente de 17ºC, así que temí por mi salud. Después de intentar por casi una hora no pude sacarme mas que una o dos onzas, la frialdad material, institucional y humana me resultaba un impedimento. Dada mi negación física y psicológica a ordeñarme a mí misma, procuré estar cada tres horas en el cunero. Por mí, hubiese tenido a mi pequeña todo el tiempo pegada a mí, pero no era posible, dados los condicionamientos hospitalarios.

Darme de alta resultó ser un calvario burocrático para Gerard y para mi madre, así que tuve que permanecer ahí tres días. Afortunadamente, el 24 de octubre salí, dejando a mi pequeña aún hospitalizada, debía esperar a alcanzar al menos 1.7 kg. Me invadía la incertidumbre de cuándo podría tenerla conmigo todo el tiempo. Por fin llegué a casa (chantico), mi madre me esperaba ansiosamente, rendida y temblorosa me abracé a ella. Las dos grandes piedras que tenía por chichis eran mi tortura, padecí el chichihualnanatzihui. Comenzamos el ritual para hacerme fluir: paños de agua caliente, masaje rítmico y cantos mántricos, hojas de col y extractor eléctrico.

Durante las dos semanas siguientes me sorprendí al ver a mujeres que llenaban sus botellas en 10 minutos, con tupidos chisguetes. Ellas llevaban ahí ya meses, se habían acostumbrado. Yo pensé: "eso no es para mí" y junto con Gerard decidimos que estar cada tres horas en el cunero, lo cual implicó estar de plantón en el hospital. Mi madre me acompañó en todo ese proceso, ofreciéndome la mayor comodidad posible en su Infinity, donde teníamos todo un equipo extractor de leche para dejar las tomas nocturnas y llevándome a comer a los restaurantes que hay por Las Lomas. En esos días mis suegros llegaron desde Cataluña para ofrecernos todo su apoyo y lo agradecí profundamente, fue maravilloso contar con su compañía en uno de los momentos más difíciles de nuestra vida.

A los 6 meses. Chiconcuac, Morelos.

30 de octubre, ochpaniztli (El barrimiento)

El 30 de octubre era cumpleaños de mi madre, pero no lo pudimos festejar, pues ese día yo estaba, literalmente, vaciándome por los miomas. La extracción de leche promovía una fuerte tensión uterina y sangré desmesuradamente. Mi madre angustiada nos llevó al hospital... ahí me medicaron para controlar el sangrado y pudimos regresar a casa ya casi para amanecer. 

Genealogía materna

Aquel Día de Muertos fue triste, había deseado que Gaia saliera antes del hospital. No obstante, después de la última toma de las 23h. pasé por el Panteón Civil de Dolores y pude comprar unas flores de cempaxóchitl. Con ellas, el agua y las veladoras, mi madre y yo pusimos una sencilla ofrenda.

Lo cierto es que desde que salí del hospital, me había ocupado más por el sostenimiento de la vida de mi pequeña en este mundo, que por el recuerdo de mis seres queridos que reposan en el Mictlán; no obstante, me resonaba el espíritu de mi bisabuela Irene Reynoso Guerrero (sobrina nieta de Vicente Guerrero), con su pequeña sietemesina Adalberta, a la que logró salvar mediante una blusa que hizo especialmente para mantenerla pegada a ella, a su entraña compartiéndole el calor de su propio cuerpo.

Por eso, sentí una gran confusión en si ponerle Gaia Irene o Gaia, a solas. Me sorprendió mucho cuando mi suegra me dijo que ¡¡¡Gaia había nacido el día de las Irenes!!!!! Así que sentí que el nombre de Irene lo lleva implícito, el Adalberta y el Judith también... así que le puse Gaia. Creo que le tocará a ella misma tomarlos cuando tenga la cordura para hacerlo. Gaia posee la fuerza de Irene, una mujer inteligente, emprendedora y valiente, que ante el machismo de Antonio, su marido, no vaciló en abandonarlo en Tepecuacuilco y mudarse, junto con sus catorce hijas e hijos, a Jojutla, Morelos.



Por fin en casa


Pasado Día de Muertos, Gaia estaba a punto de llegar a 1.6 kg, seguía muy pequeña pero el esfuerzo que habíamos hecho durante las dos últimas semanas resultó fructífero. El lunes siguiente a Dia de Muertos, me dieron la noticia de que al otro día podría salir. Gaia se había aferrado a su chichita y por ello me dejaron sacarla incluso antes de que pesara 1.7 kg.

El día que ella salió llevé la ropita que le teníamos preparada. Una vez vestida, parecía otra, más grande, más expresiva. Como por arte de magia, se estiró, yo creo que pasaba frío. Así salí del hospital, con mi niña en brazos. Por fin dejamos atrás el plantón indefinido que teníamos montado en los alrededores del hospital. Gracias a mi madre, el Seguro Popular cubrió toda la atención que ella recibió, pues mi seguro de gastos médicos no la cubría a ella.

Llegamos a nuestra casita con un gran regalo para Canek. Ahí, él nos esperaba con mis suegros, a quienes les hizo mucha ilusión conocerla en persona, pues estaban por regresar y había la posibilidad de tener que marcharse sin haberla visto.

La nueva situación en casa fue maravillosa, el 4 de noviembre fue como si volviera a nacer. En el hospital aprendí a bañar a esa cosa tan chiquita, utilizaba una ensaladera de acero inoxidable. Mi madre le había hecho unas camisetas a su medida, ¡son tan pequeñitas que da admiración al verlas! Ahora las tengo enmarcadas en su habitación. Con mi pequeña vivaracha en casa fui muy feliz, me sentía empoderada y motivada a gozar cada minuto de su existencia. 
Mi madre, por su parte, estaba agotada. Llevaba con nosotros desde septiembre, no la dejé ir, le pedí que no se fuera, aún estando mis suegros. Sentía que la necesitaba como no se imaginan, pero ahora me doy cuenta de todo ese trabajo de cuidado no es pagado y lo demandamos de nuestras madres y estamos dispuestas a darlo por nuestras hijas e hijos. En realidad, creo que es una paradoja para nosotras las feministas: ¿Debe ser remunerado? Yo creo que sí, pero no solo con dinero, sino también con gratitud y con la conciencia de que es un trabajo fundamental porque en él se funda la civilización humana, esto lo aprendí de la gran escritora Christine de Pizán. Mi madre se fue unos días y me consiguió a una muchacha que trabajó unas semanas.

Postparto, crianza, tesis y doctorado


Con mi aguinaldo contraté la ayuda de aquella muchacha y gozando mi permiso de maternidad en el trabajo, emprendí la aventura de terminar mi tesis de maestría (mi cuarta hija) y titularme con Mención Honorífica. Así lo hice: de postarto, con mi pequeña a lado y amamantando. Sobre esto escribí en la dedicatoria: "Agradezco profundamente a mi pequeño Canek, que me brindó la oportunidad de vivir su nacimiento intensamente y acompañada de dos mujeres sabias (mis parteras Lourdes y Lucila), mi amado Gerard y mi madre; y a mi pequeña Gaia, quien me ofreció la oportunidad de terminar esta tesis durante el postparto, al vincularme íntimamente con mi potencia materna."

Aprovechando esa inercia de desarrollo materno y profesional, me apunté al proceso de selección para cursar el  Doctorado en Historia de la UNAM. Después de dos exámenes y una entrevista, fui una de los 26 aceptados, entre más de 100 aspirantes. Sólo cinco mujeres habíamos ingresado... pero, esa ya es otra historia.

 







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